Al fondo sigue parpadeando el mar de Hernán Lavín Cerda
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Siguiendo el consejo que un sabio aimara le diera a Vicente Huidobro, Lavín Cerda no canta a la lluvia: hace llover.
Parece una obviedad, pero con frecuencia entre la intelectualidad se olvida que accedemos al mundo a través de los sentidos, por medio de un estímulo físico. El poeta en vez de soslayar el fenómeno lo subraya: la palabra poética es, lo primero, un cuerpo sonoro. Sus poemas equivalen a la estridulación de los grillos, un concierto indescifrable que acompaña la contemplación de un paisaje invisible. Se trata de la emotividad que surge por la magia de lo acústico: gozar el ritmo como en un baile y dejarse estremecer por las tonalidades de la lengua en su libre articulación.
Mientras busca el equilibrio entre lo sonoro y lo semántico, Lavín Cerda da con hallazgos de explorador en una selva ignota: aparecen imágenes verbales que desconciertan, o ideas impensables desde la lógica cotidiana que limita el pie al zapato. Son las ventajas de atreverse a descubrir el mundo con la lengua (ala única con la que contamos) y no con la cabeza. El poema laviniano deja una huella en el aire muy semejante al hueco que deja la luz después de mostrar un sendero. La sombra no llena su ausencia. Algo queda flotando, reverberando, palpitando. Al parecer, la revelación es instantánea pero también es eterna. Cada poema es una pavesa cuya lectura insufla aire a la gran hoguera poética de los enigmas y los misterios.
Moisés Villaseñor
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